sábado, 27 de julio de 2013

Equidad de Genero. (CEPAL, 2000).

La equidad de género, elemento constitutivo de la equidad social, exige un enfoque integrado de las
políticas públicas. Hasta ahora, ha prevalecido en la región una asociación de las políticas de género con
las políticas sociales; recién a partir de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer se comenzaron a
desplegar más esfuerzos por relacionarla con las políticas macroeconómicas y de gobernabilidad
sistémica.

Al finalizar el siglo aún se trata de armonizar, desde la perspectiva de la indivisibilidad de los
derechos humanos, las políticas económica y social, el desarrollo institucional y la gobernabilidad, y la
participación social y ciudadana, en el marco de un análisis de género que forme parte de un enfoque
transdisciplinario e intersectorial.

El aspecto más destacado del proceso de globalización ha sido la notable expansión del comercio
internacional (Ocampo, 1999). Lo que más llama la atención en este contexto, junto con los aspectos
negativos de la crisis financiera, son los efectos adversos en términos de equidad y la distorsionada
distribución de las oportunidades.

Ante esta situación, nuestro principal interés es determinar cuán justa ha sido la apertura comercial o, expresado en otros términos, cómo ha contribuido la liberalización del comercio a la igualdad de género. La globalización de las finanzas y el comercio han venido de la mano de procesos de exclusión social cuyos efectos negativos sobre la equidad de género merecen la atención prioritaria de los gobiernos.

El crecimiento económico de la región, que entre 1991 y 1998 fue de 3.6%, sufrió un brusco
descenso en 1999 (CEPAL, 1999a). Cuando se calcule el crecimiento a lo largo de todo el decenio, es
probable que las cifras correspondientes se sitúen apenas en torno de un 3% anual en promedio (Ffrench-
Davis, 1999).

Pero no sólo el crecimiento ha sido moderado, sino que además las oportunidades que brinda la globalización se han distribuido en forma poco equitativa. Hay más heterogeneidad que antes en
los mercados de trabajo, en el rendimiento y situación de las empresas grandes en comparación con las
pequeñas, y las nacionales en contraposición a las extranjeras.

En ese contexto y dada la modalidad de inserción laboral de las mujeres, sus opciones de desarrollo individual y colectivo se han visto seriamente afectadas, a lo que contribuye el hecho de que, a pesar de su creciente participación en el mundo del trabajo remunerado, han seguido asumiendo las principales, si no todas, las responsabilidades familiares.

Una de las paradojas del siglo que concluye es el hecho constatable de que, nunca como hoy, las
mujeres han ejercido tal cantidad de derechos y gozado de tal visibilidad y reconocimiento. A la vez, quizás nunca han sido más evidentes las exclusiones que caracterizan a la aldea global.

La igualdad de las mujeres se está construyendo, en muchos casos, en sentido contrario a las crecientes desigualdades económicas, sociales, políticas, culturales y mediáticas que caracterizan el mundo globalizado. La concentración de la riqueza4 y el poder, el aumento de la pobreza absoluta,5 y la creciente violencia 6
pública como privada, ponen en peligro los adelantos logrados en materia de igualdad entre hombres y
mujeres.

A esto se suma el hecho de que la desigualdad entre las mismas mujeres tiende a acentuarse
dramáticamente si no se adoptan políticas apropiadas. Los cambios más significativos que se han dado en América Latina y el Caribe en la década de 1990 son consecuencia del ingreso masivo y acelerado de las mujeres al mercado laboral, la universalización del acceso a los distintos niveles de educación, el incremento aún insuficiente de su participación en la toma de decisiones y la mayor cobertura de los servicios de salud maternoinfantil y reproductiva.

Se han producido cambios en variados ámbitos: el marco jurídico, la creación de instituciones y las estructuras familiares, la cultura y los valores; también es digna de mención la conquista de una mayor autonomía económica de gran trascendencia para el futuro de la región. La  necesidad de fortalecer los derechos humanos en todos los ámbitos, especialmente a nivel internacional es otro avance significativo.

Estos cambios positivos se han visto contrarrestados por varios fenómenos, entre los que destacan las tendencias no equitativas del desarrollo económico, las crecientes brechas que está produciendo el sistema educativo, el deterioro general de los sistemas de salud y la provisión de servicios y marcados déficit de ciudadanía en amplios sectores de la población.

La globalización que caracteriza el mundo contemporáneo está provocando cambios de tal
magnitud y rapidez que hacen perder validez a las claves empleadas hasta ahora para interpretar la
realidad.

Una de esas claves, que asumía la subordinación femenina como natural, así como su reino en el
mundo privado, ha sido alterada de manera tal que hoy se reconoce no sólo la posibilidad, sino la
necesidad, de cambiar las relaciones culturalmente construidas y que determinan la discriminación de las
mujeres.

Los gobiernos, frecuentemente en colaboración con la sociedad civil, han desplegado múltiples
estrategias para incorporar el enfoque de género en todos los aspectos del diseño de políticas públicas,
adoptando enfoques transdiciplinarios, intersectoriales y participativos cuyos resultados, alcances y
nuevos desafíos comienzan a visualizarse al finalizar el siglo, cinco años después de la aprobación de la
Plataforma de Acción de Beijing y transcurridos seis años de la aprobación del Programa de Acción
Regional para las Mujeres de América Latina y el Caribe, 1995-2001.

La modernización acelerada de la economía, la sociedad y todas las instituciones políticas, jurídicas y culturales no sólo ofrece nuevas oportunidades de desarrollo, sino que a la vez da origen a nuevas asimetrías y profundiza antiguas exclusiones, cuyos efectos para las mujeres son objeto de preocupación.

En ese contexto, los adelantos logrados en la superación de las desigualdades entre hombres y mujeres han atenuado los efectos de la inadecuada distribución de las oportunidades que caracteriza, hasta el momento, los procesos de globalización. En América Latina y el Caribe, la globalización ha sido intensa, pero muy desigual, desequilibrada e incompleta (Ffrench-Davis, 1999) y se ha caracterizado por mercados externos amplios,5 pero inestables, así como por heterogeneidades que afectan a la economía, la política, la cultura y el ejercicio de los derechos humanos.

Después de casi un lustro se observa una tendencia creciente de la igualdad de oportunidades en
la mayoría de las naciones. En América Latina, el incremento del índice de desarrollo de la mujer (IDM)
elaborado por el PNUD ha sido generalizado, sin que ello haya supuesto variaciones sustanciales en la
posición relativa de los países.6

En el ámbito económico la transformación ha sido incompleta y aunque los métodos empleados
para realizar las reformas estructurales han sido variados, hay errores que se repiten, especialmente en el
manejo macroeconómico, es decir en la concepción de las reformas financieras y comerciales, y en los
esfuerzos limitados por corregir las desigualdades enfrentadas por las mujeres en los mercados.

Estos errores se atribuyen a la “fe extrema del neoliberalismo en la eficiencia del sector privado tradicional y
una desconfianza también extrema en el sector público y en las formas no tradicionales de organización
privada” (Ffrench-Davis, 1999).

Por otra parte, estamos recién saliendo, tanto en la región como a escala global, de dos décadas de
desprestigio del igualitarismo como ideología y como valor (Hopenhayn y Ottone, 1999), período durante
el cual perdieron fuerza las ideas de igualdad y de derechos sociales.

A nivel estatal, prevaleció la idea de un Estado no intervencionista, sino normativo y regulador, que desempeña un rol limitado en la corrección de las desigualdades.

Es en ese contexto que la lucha por la igualdad de mujeres y hombres tuvo no solamente la virtud
de mejorar el marco jurídico de todos los países, eliminando las expresiones de discriminación contenidas
en las leyes, sino también de fomentar la creación de mecanismos y exigir la redistribución del ingreso y
las inversiones en favor de las mujeres, e inició, en muchos casos en forma pionera y aunque desde
espacios de baja intensidad institucional y política, una importante contribución a las políticas de
humanización de la economía y de integración de la política económica con lo social desde un paradigma
de desarrollo sostenible.

Dicho en otros términos, mientras las reformas económicas —y los pactos políticos de gobernabilidad que las sustentaron— se caracterizaron en la mayoría de los casos por un enfoque de libre mercado y democracia representativa, con una agenda social limitada, las oficinas nacionales de la mujer
(ONM), las organizaciones no gubernamentales y los movimientos sociales de mujeres nacionales e
internacionales tuvieron la virtud de plantear el reconocimiento de los derechos humanos y de colocar en
el debate público de la mayoría de los países temas estratégicos como el papel que puede desempeñar el
Estado en la corrección de desigualdades, la participación de la sociedad civil en la formulación de
políticas, la extensión del ejercicio de la ciudadanía al ámbito privado de la familia a través de la sanción 8
de la violencia doméstica, el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos,7 y la aceptación de
la necesidad de que las responsabilidades familiares sean compartidas entre hombres y mujeres.

Los avances en materia de igualdad de género funcionaron como mecanismos orientados a desactivar y
atenuar la transmisión de desigualdades que amenaza a la región.

Otra contribución importante al bien común hecha por las políticas de género ha consistido en
fomentar, aunque aún de manera limitada, una redistribución de los recursos destinados a la inversión
social.

Estas políticas, que han exigido que se preste atención a grupos específicos de mujeres —niñas,
jefas de hogar, jóvenes embarazadas, víctimas de violencia, campesinas pobres, indígenas—, gracias a lo
cual han dado visibilidad a los procesos de diferenciación social y han contribuido a que el Estado se
ocupe de los grupos más vulnerables.

Uno de los cambios más profundos, aunque aún polémicos, que se ha dado en los últimos años es
la creciente reflexión en el mundo académico, político estatal y de la sociedad civil sobre de los sesgos
androcéntricos de la política económica.8

En general, se reconoce que la tendencia dominante en política económica no sólo oculta la presencia de las mujeres, sino que en general ignora a los seres humanos.9 Sin embargo desde el punto de vista de la igualdad de género, se observa que cuando se identifica a los actores sociales que participan en el ámbito de la economía, se suele considerarlos de manera indiferenciada, partiendo del supuesto de la existencia de un “ciudadano productor” asociado a un paradigma masculino según el cual los hombres son los principales y únicos proveedores estables del ingreso familiar, así como los titulares de los derechos sociales y económicos.

Estos supuestos de la política económica que incluyen un paradigma masculino de la producción
se basan, a la vez, en una falta de cuestionamiento del trabajo doméstico.

Por lo tanto, no se trata sólo de la formulación de políticas sobre un imaginario cultural que asocia el mundo público y de la producción a lo masculino, sino que además desconoce la dimensión económica del trabajo reproductivo no remunerado y del trabajo doméstico realizado por las mujeres.

Hasta hace pocos años, el reconocimiento del trabajo reproductivo de las mujeres solamente había servido como justificación para la elaboración de programas sociales compensatorios. Sin embargo, los últimos años se han caracterizado por una creciente  demanda de que se considere el trabajo de las mujeres en las cuentas nacionales, los presupuestos y el diseño de políticas económicas, en un marco de desarrollo sostenible.

Aunque en el análisis de los informes no se encuentran avances significativos en materia de política económica con enfoque de género, es evidente que esta reflexión y este debate representan uno de los cambios más importantes que se han dado en esta área.10

Esta reflexión se ha alimentado de una evaluación crítica surgida en el seno mismo de las
organizaciones de mujeres, tanto gubernamentales como académicas, y de la sociedad civil.

Se reconoce que las políticas, programas y proyectos se han visto beneficiados por los aportes técnicos, metodológicos y políticos del enfoque de género. Sin embargo, es en el ámbito de la política económica en el que se definen las oportunidades y la justicia distributiva, por lo que se ha iniciado un importante esfuerzo por influir en la orientación de la política económica en la región,11 a fin de integrarla al desarrollo social.

Por último, el razonamiento anterior ha demostrado el valor estratégico de la participación
política y social de las mujeres en los espacios de toma de decisiones. En este sentido, a diferencia del
Caribe, existen marcadas diferencias entre los países latinoamericanos y dentro de éstos. En un mismo
país puede haber un gran número de mujeres parlamentarias, junto con una falta absoluta de participación
en los campos judicial y sindical. Esto significa que los cambios positivos no se reflejan necesariamente
en una política general que facilite el acceso de las mujeres a la toma de decisiones, dado que cada ámbito
tiene una dinámica propia y opera como sistema cerrado.

En esa medida se debe entender el papel de las políticas de equidad de género no sólo en su
limitado alcance, es decir su contribución a la creación de instituciones para el adelanto de la mujer o la
implementación de programas y proyectos en distintos ámbitos sectoriales, sino también desde el punto
de vista de sus efectos generales como portadoras de un paradigma igualitario y de derechos humanos que
reconoce la heterogeneidad estructural potenciada por los procesos de globalización y reforma estatal y
centra su atención en los seres humanos.
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