sábado, 10 de agosto de 2013

CAPITAL SOCIAL Y CULTURA, CLAVES DEL DESARROLLO

BERNARDO KLIKSBERG

El Banco Mundial distingue cuatro formas básicas de capital: i) el natural, constituido por la dotación de recursos naturales con que cuenta un país; ii) el construido, generado por el ser humano, que incluye infraestructura, bienes de capital, capital financiero, comercial, etc.; iii) el capital humano, determinado por los grados de nutrición, salud y educación de la población; y iv) el capital social, descubrimiento reciente de las ciencias del desarrollo. Algunos estudios adjudican a las dos últimas formas de capital un porcentaje mayoritario del desarrollo económico de las naciones a fines del siglo XX, e indican que allí hay claves decisivas del progreso tecnológico, la competitividad, el crecimiento sostenido, el buen gobierno y la estabilidad democrática.

¿Qué es en definitiva el capital social? Aún no se tiene una definición que genere consenso. De reciente
exploración, el concepto está aún en plena delimitación de su identidad. Sin embargo, pese a considerables
imprecisiones, hay la impresión cada vez más generalizada de que, al investigarlo, las disciplinas del desarrollo están incorporando al conocimiento y a la acción un amplísimo número de variables importantes que estaban fuera del encuadre convencional. Robert Putnam, precursor de los análisis del capital
social, expresa en su difundido estudio sobre las disimilitudes entre la Italia septentrional y la Italia
meridional que este capital está conformado fundamentalmente por el grado de confianza existente entre los
actores sociales de una sociedad, las normas de comportamiento cívico practicadas y el nivel de asociatividad (Putnam, 1994).

Estos elementos muestran la riqueza y fortaleza del tejido social. La confianza, por ejemplo, actúa como un “ahorrador de conflictos potenciales”, limitando el “pleitismo”. Las actitudes positivas en materia de comportamiento cívico, que van desde el cuidado de los espacios públicos al pago de los impuestos, contribuyen al bienestar general. La existencia de altos niveles de asociatividad en una sociedad indica que ésta tiene capacidades para actuar en forma cooperativa, armando redes, concertaciones y sinergias de todo orden. Estos factores tendrían, según Putnam, mayor presencia y profundidad en el norte de Italia que en el sur de este país, y habrían tenido un papel decisivo en el mejor desempeño económico,
mayor calidad de gobierno y más estabilidad política en la Italia septentrional.

Para otro de los precursores, James Coleman, el capital social se presenta tanto en el plano individual
como en el colectivo. El primero tiene que ver con el grado de integración social de un individuo y con su
red de contactos sociales; implica relaciones, expectativas de reciprocidad y comportamientos confiables, y
mejora la eficacia privada. Pero también es un bien colectivo. Por ejemplo, si todos en un vecindario siguen
normas tácitas de preocupación por los demás y de no agresión, los niños podrán caminar a la escuela
con seguridad y el capital social estará produciendo orden público (Coleman, 1990).

Los diversos analistas hacen hincapié en distintos aspectos. Así, Newton (1997) opina que el capital
social puede ser visto como un fenómeno subjetivo, compuesto de valores y actitudes que influyen en la
forma en que se relacionan las personas. Incluye confianza, normas de reciprocidad, actitudes y valores que
ayudan a la gente a superar relaciones conflictivas y competitivas para establecer lazos de cooperación y
ayuda mutua. Baas (1997) dice que el capital social tiene que ver con cohesión social e identificación con las
formas de gobierno y con expresiones culturales y comportamientos sociales que hacen que la sociedad
sea más cohesiva y represente más que una suma de individuos.

Considera que los arreglos institucionales horizontales tienen un efecto positivo en la generación
de redes de confianza, buen gobierno y equidad social y que el capital social contribuye de manera importante a estimular la solidaridad y a superar las fallas del mercado a través de acciones colectivas y del uso comunitario de recursos. Joseph (1998) percibe este capital como un vasto conjunto de ideas, ideales, instituciones y arreglos sociales, a través de los cuales las personas encuentran su voz y movilizan sus energías particulares para causas públicas. Bullen y Onyx (1998) lo ven como redes sociales basadas en principios de confianza, reciprocidad y normas de acción.

En una visión crítica, Levi (1996) destaca la importancia de los hallazgos de Putnam, pero cree que es necesario hacer más hincapié en las vías por las que el Estado puede favorecer la creación de capital social.
Considera que el interés de Putnam por las asociaciones civiles, alejadas del Estado, deriva de su perspectiva romántica de la comunidad y del capital social. Ese romanticismo restringiría la identificación de mecanismos  optativos para la creación y uso del capital social, y limitaría las conceptualizaciones teóricas. Wall, Ferrazzi y Schryer (1998) entienden que la teoría del capital social necesita de mayores refinamientos antes de que pueda ser considerada una generalización medible. Serageldin (1998) resalta que, pese a haber consenso en que el capital social es relevante para el desarrollo, no hay acuerdo entre los investigadores y los cientistas prácticos acerca de los modos particulares en que hace su aporte, cómo se le puede generar y utilizar y de qué modo se le puede materializar y estudiar empíricamente.

Mientras prosigue el debate epistemológico y metodológico —totalmente legítimo— dada la enorme
complejidad del tema y el hecho de que los estudios sistemáticos sobre él se iniciaron hace menos de una
década-, el capital social sigue dando muestras de su presencia y acción efectiva. En esto queremos concentrarnos.Una amplia línea de investigaciones enfocadas a “registrarlo en acción” está arrojando continuamente nuevas pruebas del peso del capital social en el desarrollo.

Así, Knack y Keefer (1997) midieron econométricamente las correlaciones entre confianza y normas de cooperación cívica, por un lado, y crecimiento económico, por otro, en un amplio grupo de países y encontraron que las primeras tienen un fuerte impacto sobre el segundo. Asimismo, su estudio indica que el
capital social integrado por esos dos componentes es mayor en sociedades menos polarizadas en materia de
desigualdad y de diferencias étnicas. Narayan y Pritchet (1997) realizaron un estudio muy sugerente sobre grado de asociatividad y rendimiento económico en hogares rurales de Tanzania.Descubrieron que aun en esos contextos de gran pobreza las familias con mayores niveles de ingresos eran las que tenían un más alto grado de participación en organizaciones colectivas, y el capital social que acumulaban a través de esa participación las beneficiaba individualmente y creaba beneficios colectivos por diversas vías. Estas familias: i) utilizaban prácticas agrícolas mejores que las de los hogares que no participaban, ya que al participar recibían información que las llevaba a utilizar más agroquímicos, fertilizantes y semillas mejoradas; ii) tenían mejor información sobre el mercado; iii) estaban dispuestas a tomar más riesgos, porque el formar parte de una red social las hacía sentirse más protegidas; iv)influían en el mejoramiento de los servicios públicos y participaban más en la escuela, y v) cooperaban más a nivel del municipio.

Señalan estos investigadores en sus conclusiones que los canales identificados por los que el capital
social incrementaba los ingresos, y la solidez econométrica de la magnitud de sus efectos, sugieren que el
capital social es capital y no meramente un bien de consumo. La Porta, López de Silanes, Shleifer y Vishny
(1997) trataron de convalidar las tesis de Putnam en una muestra amplia de países. Sus análisis estadísticos
arrojan significativas correlaciones entre el grado de confianza existente en una sociedad y factores como
la eficiencia judicial, la ausencia de corrupción, la calidad de la burocracia y el cumplimiento de las obligaciones tributarias. Consideran que los resultados de Putnam para Italia aparecen confirmados a nivel internacional. Teachman, Paasch y Carver (1997) trataron de medir cómo influye el capital social en el rendimiento educativo de los niños. Utilizaron tres indicadores: la dinámica de la familia, los lazos con la comunidad y el número de veces que un niño ha cambiado de colegio. Encontraron fuerte correlación con un indicador clave de rendimiento, la probabilidad de deserción. Su hipótesis es que el capital social hace más productivas otras formas de capital, como el humano y el financiero

La influencia positiva de un componente central del capital social, la familia, en numerosos aspectos ha
sido verificada por diversas investigaciones recientes. Cuanto mayor es la solidez de ese capital social básico
mejores son los resultados, y al revés. Una amplia investigación sobre 60 000 niños en Estados Unidos
(Wilson, 1994) indica que los niños que vivían con un solo progenitor eran dos veces más propensos a ser
expulsados o suspendidos en la escuela, a sufrir problemas emocionales o de conducta y a tener dificultades
con los compañeros. También eran mucho más proclives a tener una conducta antisocial. Katzman
(1997) señala que, según estudios realizados en el Uruguay, entre los hijos concebidos fuera del matrimonio
la mortalidad infantil es mucho mayor y que los que no conviven con ambos padres biológicos exhiben
mayores daños en distintas dimensiones del desarrollo psicomotriz. Una investigación en Suecia —en un
medio totalmente diferente y con mucho mejores condiciones económicas— comprueba que las familias
estables influyen positivamente en el rendimiento del niño. Jonsson y Gahler (1997) demuestran que los niños
que vienen de familias divorciadas muestran menor rendimiento educativo. Hay una pérdida de recursos
en relación a aquéllos con los que cuenta el niño en las familias estables. Sanders y Nee (1996) analizan la familia como capital social en el caso de los inmigrantes en los Estados Unidos. Sus estudios indican que el espacio familiar crea condiciones que hacen factible una estrategia clave de supervivencia entre los inmigrantes: el autoempleo. La familia minimiza los costos de producción, transacción e información asociados con él. Se facilita así la aparición de empresas operadas familiarmente. Hagan, MacMillan y Wheaton (1996) señalan que en las migraciones, incluso hacia el interior de un país, hay pérdidas de capital social, y que ellas son menores en familias con padres involucrados con los niños y con madres protectoras, y mayores si los padres y madres no se dedican intensamente a los niños.

Kawachi, Kennedy y Lochner (1997) dan cuenta de datos muy decidores sobre la relación entre capital
social, equidad y salud pública. El conocido estudio de  Alameda County, confirmado después en investigaciones epidemiológicas en diferentes comunidades, descubrió que las personas con menos contactos sociales tienen peores probabilidades en términos de esperanza de vida que aquellos con contactos más amplios. Por lo tanto, la cohesión social de una sociedad que facilita los contactos interpersonales es un factor fundamental de salud pública. Los autores midieron estadísticamente las correlaciones entre el capital social representado por la confianza, por un lado, y la mortalidad, por otro, en 39 estados de los Estados Unidos. Observaron que cuanto menor era el grado de confianza entre los ciudadanos, mayor era la mortalidad media. La misma correlación se tuvo al relacionar la tasa de participación en asociaciones voluntarias con la mortalidad: cuanto más baja era la primera, más
crecía la segunda. Los investigadores introdujeron en el análisis el grado de desigualdad económica y verificaron que cuanto más alto era éste, menor era la confianza que unos ciudadanos tenían en otros. El modelo estadístico que utilizaron les permitió afirmar que, por cada punto que aumentaba la desigualdad en
la distribución de los ingresos, la mortalidad subía dos o tres puntos con respecto a lo que debiera haber sido.

Para ilustrar su análisis, los autores usaron diversas cifras comparadas. Estados Unidos, a pesar de tener
uno de los ingresos per cápita más altos del mundo,acusaba en 1993 un ingreso per cápita de 24 680 dólares y una esperanza de vida de 76.1 años, inferior esta última a la de naciones con menor ingreso, como los Países Bajos (17 340 dólares y 77.5 años), Israel (15 130 dólares y 76.6 años) y España (13 660 dólares y 77.7 años). Cabe aseverar entonces que una distribución más igualitaria de los ingresos crea mayor armonía y cohesión social y mejora la salud pública. Las sociedades con mayor esperanza de vida en el mundo, como Suecia (78.3 años) y Japón (79.6 años) se caracterizan por muy altos niveles de equidad. La desigualdad, concluyen los investigadores, hace disminuir el capital social, y ello afecta fuertemente la salud de la población.

El capital social, al margen de las especulaciones y las búsquedas de precisión metodológica, desde ya
válidas y necesarias, de hecho opera a diario y tiene gran peso en el proceso de desarrollo. Hirschman
(1984), en forma pionera, ha planteado al respecto algo que merece toda nuestra atención. Indica que el capital social es la única forma de capital que no disminuye o se agota con su uso sino que, por el contrario,
crece con él. Señala: ‘El amor o el civismo no son recursos limitados o fijos, como pueden ser otros factores
de producción; son recursos cuya disponibilidad,lejos de disminuir, aumenta con su empleo’.

El capital social puede, asimismo, ser reducido o destruido. Moser (1998) advierte sobre la vulnerabilidad
de la población pobre en capital social frente a las crisis económicas: ‘mientras que los hogares con suficientes recursos mantienen relaciones recíprocas, aquellos que enfrentan la crisis se retiran de tales relaciones ante su imposibilidad de cumplir sus obligaciones’. Fuentes (1998) analiza cómo en Chiapas (México) las poblaciones campesinas que se vieron obligadas a migrar se descapitalizaron severamente en términos de capital social, dado que se destruyeron sus vínculos e inserciones básicas. Por otro lado, como lo señalan varios estudios, puede haber formas de capital social negativo, como las organizaciones criminales, pero su existencia no invalida las inmensas potencialidades del capital social positivo.

La cultura cruza todas las dimensiones del capital social de una sociedad. La cultura subyace los componentes básicos considerados capital social, como la confianza, el comportamiento cívico, el grado de asociatividad. Las relaciones entre cultura y desarrollo son de todo orden, y asombra la escasa atención que se les ha prestado. Aparecen potenciadas al revalorizarse todos estos elementos silenciosos e invisibles, pero claramente operantes, involucrados en la idea de capital social.

Entre otros aspectos, los valores de que es portadora una sociedad van a incidir fuertemente sobre los
esfuerzos de desarrollo. Como lo ha señalado Sen (1997a), ‘los códigos éticos de los empresarios y profesionales son parte de los recursos productivos de la sociedad’. Si estos códigos subrayan valores afines al proyecto de desarrollo con equidad reclamado por amplios sectores de la población, lo favorecerán; de lo contrario, lo obstaculizarán. Los valores predominantes en el sistema educativo,
en los medios de difusión y en otros ámbitos influyentes de la formación de valores pueden estimular
u obstruir la conformación de capital social, el que a su vez, como se ha visto, tiene efectos de importancia
sobre el desarrollo. Chang (1997) subraya que los valores ponen las bases de la preocupación del uno por el otro más allá del solo bienestar personal y contribuyen de manera crucial a determinar si habrá avances
en las redes sociales, las normas y la confianza. Valores que tienen sus raíces en la cultura y son fortalecidos
o dificultados por ella, como la solidaridad, el altruismo, el respeto y la tolerancia, son esenciales para
un desarrollo sostenido.

En la lucha contra la pobreza la cultura aparece como un elemento clave. Como lo destaca la UNESCO
(1996): “Para los pobres los valores propios son frecuentemente lo único que pueden afirmar”. Los grupos
desfavorecidos tienen valores que les dan identidad.El irrespeto a estos grupos y su marginación pueden
ser totalmente lesivos a su identidad y bloquear las mejores propuestas productivas. Por el contrario, su
potenciación y afirmación pueden desencadenar enormes energías creativas. La cultura es, asimismo, un factor decisivo de cohesión social. En ella las personas pueden reconocerse mutuamente, crecer en conjunto y desarrollar la autoestima colectiva. Como señala al respecto Stiglitz (1998), preservar los valores culturales tiene gran importancia para el desarrollo, por cuanto ellos sirven como una fuerza cohesiva en una época en que muchas otras se están debilitando. El capital social y la cultura pueden ser palancas formidables de desarrollo si se crean las condiciones adecuadas. Su desconocimiento o destrucción, por el contrario, dificulta enormemente el camino. Cabría preguntarse, sin embargo, si potenciarlos no pertenecerá
al reino de las grandes utopías, de un porvenir todavía ajeno a las posibilidades actuales de las sociedades.
En la sección siguiente se intenta demostrar que esto no es así, que hay experiencias concretas que han
logrado utilizar tales palancas en escala considerable al servicio del desarrollo y que es preciso extraer enseñanzas de ellas.







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